Democracia o farsa. Del voto ciego al circo político
Ricardo San Martin (Motril@Digital).- Hay algo que nos está pasando como sociedad y que no nos atrevemos a mirar de frente: la democracia se está degradando. No por golpes de Estado ni por tanques en las calles, sino de una forma mucho más sutil y peligrosa: desde dentro del propio sistema. Líderes elegidos en las urnas que luego gobiernan como si las reglas ya no aplicaran, como si el respaldo del voto les diera carta blanca para hacer lo que quieran.
Y lo más curioso es que se escudan, precisamente, en la democracia: “Nos ha votado el pueblo”. Esa frase, tan repetida, se ha convertido en un escudo para no escuchar, para no rendir cuentas, para no corregir nada. Pero ser elegido no te convierte en impune. No todo lo que se hace con mayoría es justo, ni toda ley aprobada es legítima si destruye la convivencia o divide al país.
Otro recurso habitual es apelar al respeto por las minorías. Y claro, una sociedad democrática debe protegerlas. Pero cuando ciertas minorías utilizan ese principio para imponer su agenda por encima del bien común, cuando chantajean al poder central o fuerzan desigualdades territoriales bajo amenaza, el respeto se convierte en privilegio, y la democracia empieza a tambalearse.
Ahora bien, ¿esto es sólo culpa de los políticos? Sería fácil pensar que sí. Pero la verdad es más incómoda. Parte del problema está también en los ciudadanos que se desconectan. Que votan, sí, pero luego desaparecen. Que no siguen lo que se aprueba en el Parlamento, que no saben qué hace su gobierno ni cómo les afecta. Y esa desinformación no siempre es por falta de acceso, sino muchas veces por falta de interés.
El resultado es un terreno ideal para el poder sin control. Muchos dirigentes saben que la mayoría no va a leer una ley, ni va a seguir un pleno, ni va a mirar más allá del titular o del eslogan. Entonces hacen lo que quieren, porque pueden. Porque nadie les mira. Porque la democracia se ha convertido en una ceremonia puntual cada cuatro años y no en una práctica diaria de vigilancia y participación.
Y en medio de todo esto, hay una minoría que sí se esfuerza en estar informada, en entender, en implicarse. Pero esa minoría se frustra. Porque, aunque lo intente, su voto no pesa lo suficiente como para cambiar el rumbo. Y al ver que la mayoría vota desde el impulso, el mito, la costumbre o el relato emocional, muchos acaban eligiendo entre dos salidas: la abstención por hartazgo, o el voto de protesta.
Y cuando ese voto de protesta se convierte en surrealismo, entramos en terreno peligroso. Ahí están ejemplos históricos como el de Cicciolina en Italia: una exactriz porno convertida en diputada, elegida no por sus propuestas, sino por representar el cansancio colectivo con una política corrupta y desconectada. Fue una provocación electoral, un grito de hartazgo… y también una señal de alarma. Cuando la política se vacía de credibilidad, el circo ocupa su lugar.
Hoy, ese fenómeno sigue vigente. Hay quien vota a populistas, a extremistas o a candidaturas delirantes, no porque crea en sus ideas, sino por desencanto. Por desesperación. Porque, cuando la democracia parece no funcionar, se vuelve tentadora la idea de romperlo todo. Pero romper no es reformar. Y gritar no es construir.
Lo que está claro es que, si queremos salvar algo del sistema democrático, tenemos que dejar de tratarlo como una rutina vacía. Hay que volver a implicarse, a informarse, a exigir. Hay que abandonar la comodidad del desinterés. Porque si no lo hacemos, los peores siempre se impondrán a los mejores. Y entonces ya no será que la democracia ha fracasado: será que la hemos abandonado entre todos.