“Avy’a”: La llama de la felicidad bajo el sol y las dunas de Doñana
Cuento (Motril@Digital).– El sol despuntaba suavemente en el horizonte del Parque Dunar de Doñana, bañando con su luz dorada las extensas arenas y los montículos que se alzaban como silenciosos guardianes de la naturaleza. Aires Africanos, la pequeña empresa ecoturística que había sabido integrarse perfectamente en aquel paraje, despertaba lentamente con el nuevo día. Los camellos, fieles compañeros de tantos paseos por las dunas, rumiaban con parsimonia mientras el viento fresco y salobre acariciaba sus gruesos pelajes.
Pero esa mañana no era como cualquier otra. Había algo en el aire, algo que parecía vibrar de anticipación, como si la naturaleza misma aguardara un acontecimiento especial. Y entonces, en el silencio del amanecer, se escuchó el primer sonido: un leve gemido que rompió la calma, seguido del murmullo delicado de la vida recién llegada.
En el corazón de la granja de Aires Africanos, bajo el amparo de las caricias del viento y el cielo abierto, Maya, una noble llama de ojos profundos y mirada sabia, acababa de dar a luz. La naturaleza, siempre generosa y misteriosa, había obrado su magia una vez más. La pequeña cría, a la que ya se le había dado el nombre guaraní de Avy’a —”ser feliz”—, llegaba al mundo con una energía arrolladora. No habían pasado más que unos minutos desde su nacimiento, y ya intentaba ponerse en pie, tambaleándose torpemente sobre sus delgadas y frágiles patas, como si tuviera prisa por descubrir todo lo que el mundo tenía para ofrecerle.
Maya, agotada pero orgullosa, la miraba con ternura, observando cada uno de sus movimientos. La pequeña Avy’a, como si comprendiera desde el primer instante su propósito en este vasto mundo, no tardó en explorar su entorno, curioseando, olfateando el aire impregnado de aromas de sal, hierba y tierra. La luz del sol, que seguía ascendiendo en el horizonte, parecía celebrar su llegada, envolviendo su pelaje suave y esponjoso en un cálido abrazo dorado.
Los días transcurrían con calma en el parque, y Avy’a, con su curiosidad innata y su vitalidad inagotable, se había convertido en el centro de atención de todos los que pasaban por la granja que cuidan con ternura y mimo diario sus dueños Miguel y Nuria. Los visitantes de Aires Africanos, que venían a disfrutar de los paseos en camello y del paisaje único que ofrecía el parque Dunar, quedaban fascinados por la pequeña cría. No había corazón que no se conmoviera al ver cómo correteaba de un lado a otro, siempre buscando algo nuevo que descubrir, agotando incluso a su madre, Maya, que intentaba seguir su ritmo incansable.
Era una escena bucólica, casi idílica. Los días soleados, llenos de luz y brisa, se sucedían entre el suave movimiento de las dunas y el canto lejano de las aves que cruzaban el cielo azul profundo. Avy’a crecía fuerte y sana, alimentándose con el cariño y la leche de Maya, pero también empezando a ser entrenada con delicadeza por los cuidadores del refugio. Cada día, con paciencia y cariño, la pequeña cría era guiada con un cabestro, un lazo suave que la enseñaba a seguir, a confiar, a aprender los primeros pasos de la convivencia con los humanos y los otros animales.
Maya, siempre vigilante, observaba con una mezcla de orgullo y nostalgia cómo su hija empezaba a desenvolverse en el mundo. Sabía que el proceso de destete llegaría eventualmente, probablemente alrededor de los seis meses, cuando Avy’a ya no necesitaría de su leche. Pero aún faltaba tiempo para eso, y mientras tanto, Maya disfrutaba de cada instante junto a su pequeña, recordando la dulzura de los primeros días y el vigor que cada mañana renovaba la vida en ese rincón privilegiado de la naturaleza.
El parque Dunar, con sus extensiones infinitas y su manto de arenas doradas, parecía haberse convertido en el escenario perfecto para el crecimiento de Avy’a. En ese lugar, bajo el cielo abierto y junto a los camellos que también se habían acostumbrado a su presencia juguetona, la cría encontró su propio lugar en el mundo. A menudo se la veía correteando junto a los camellos, con los que parecía compartir una extraña pero entrañable amistad, mientras estos la miraban con su calma característica, sin alterarse por su presencia vivaz.
Al llegar a su primer año, Avy’a ya no era la frágil y tambaleante cría que había nacido bajo el manto del amanecer. Se había convertido en una joven llama esbelta y fuerte, con un pelaje suave y brillante, y una energía que aún seguía siendo contagiosa. Durante ese tiempo, el entrenamiento había continuado, y gracias a la paciencia de los cuidadores y la inteligencia innata de la especie, Avy’a se mostraba cada vez más hábil en sus interacciones con los humanos y sus compañeros animales.
Sin embargo, a pesar de todo el crecimiento y el aprendizaje, Avy’a conservaba en su interior esa esencia pura y feliz que le había dado su nombre. Cada vez que se la veía correr por las dunas, con el viento acariciando su pelaje y el sol brillando en lo alto, uno no podía evitar sonreír. Avy’a encarnaba, en su ser pequeño pero lleno de vida, la promesa de felicidad simple, aquella que se encuentra en la naturaleza, en el juego, en la curiosidad interminable por el mundo.
Y así, bajo los cielos cambiantes de Doñana, en ese rincón donde el viento y la arena se funden en un baile eterno, Avy’a continuaba su camino. El parque, que había visto tantos amaneceres y tantos atardeceres, era testigo silencioso de su crecimiento y de su alegría, mientras ella, feliz como su nombre, vivía cada día con una intensidad que parecía brotar directamente del corazón de la naturaleza.